El Árbol del Yayo es
a la Navidad lo que la respiración a mi vida. Se yergue majestuoso en su rincón
del salón, arropado por el calor que expele la chimenea cuidadosamente encendida.
En sus ramas se alojan los recuerdos que todos, pequeños y mayores, hemos ido
depositando a lo largo de años de disfrute de tan entrañables fiestas. Hoy,
años después de la muerte del yayo acude a mi memoria el año que nos dejó y que
a punto estuvo de desaparecer con él y para siempre la Navidad de nuestras
vidas.
En nuestra familia,
la tradición establecía que el árbol se plantaba en el puente de la Inmaculada.
El yayo siempre traía el abeto más hermoso con un macetón enorme “natural, para poderlo replantar en la
faeneta, xiquets”, solía decirnos a los nietos. Los días venideros, sus
ramas desnudas se llenaban con adornos que todos aportábamos: tiras de colores,
guirnaldas, luces intermitentes, estrellas, bolas, paquetes regalo, dibujos de
los pequeños… “Más que un árbol va a
parecer el expositor de un baratillo”, repetían sin cesar nuestras madres, intentado
poner orden y estética en la colorista amalgama que los pequeños trajinábamos con
vehemencia, exentos de criterio ornamental. Entonces sonaba la voz cálida y amable del
yayo sentenciando “La Navidad es para els
xiquets, así que si ellos quieren colgar sus ilusiones no seréis vosotras
quienes se lo impidáis. El árbol del yayo es pura Navidad y en la Navidad cabe
todo lo que signifique ilusión….” y daba por zanjado el intento de rebelión
de los mayores.
Nadie podía colgar
del árbol nada. “Eso es labor de duendes
y seres pequeños que vienen a ayudarme cuando la noche cae y reina la paz en la
casa…, y por supuesto nadie más que yo puede verlos, son mis ayudantes”. Y así
parecía suceder. Todos dejábamos al pie del árbol los objetos que queríamos ver
en él y por la noche los duendecillos invisibles alojaban los adornos en las
ramas más bajas mientras las ardillas los izaban y distribuían por el resto atándolos
con minúsculas hebras de hilo marrón o dorado, que mira por donde se parecían
mucho a las bobinas que la yaya decía le habían desaparecido hacía unos días. Poco
a poco se iba transformando en el mejor Árbol de Navidad que imaginar cupiera.
Precioso, majestuoso, colorista, alegre... ¡…y era nuestro!
Pero, la Navidad que
os cuento apuntaba a distinta.
Para empezar, el
yayo Pepe ya no estaba. Había dejado de acompañarnos justo al día siguiente de
cumplir sus primeros 90 años, como él solía decir cada cumpleaños, aunque aquella
vez no fueron sus primeros, sino también sus únicos 90 y su último año.
Con el yayo ausente,
el árbol de Navidad dejó de ser un abeto natural. “Es un bonito árbol de Navidad, por cierto bastante caro”, decía
papá ante nuestras protestas reclamándole el “Árbol
de verdad, como el que traía el yayo”. También mi hermana, la pija como la
decíamos yo y mis primos, se le encaró “Si sí,
caro…, más bien del chino de la esquina…”.
¿Y
los duendes…, dónde diantre andaban los duendes?
Los días pasaban y al
árbol le llamábamos “el Árbol de Adán y
Eva”. Andaba tan desnudo como ellos en sus primeros días, sin una mísera hoja
de parra en forma de adorno que cubriera sus desnudas ramas. Nada. Parecía que duendes
y ardillas estaban en paro o que habían emigrado a Alemania como tío Andrés cuando
era joven en busca de trabajo, “o tal que
yo misma tendré que hacer cuando termine mi carrera…”, como decía mi
hermana.
No. Aquello no me
gustaba nada. ¿Sería cierto lo que decía mi primo?, que el yayo se había
llevado consigo no sólo la alegría de la yaya, sino también el espíritu
navideño y algunas cosas más,”…que ya
sabrás en su momento…”, como solía decir mamá.
El domingo antes de
Nochebuena, se reunieron los mayores. Faltaba una semana y la casa parecía
revivir los días en que se llevaron al yayo para siempre jamás. A los pequeños
nos pusieron una película y nos quitaron de en medio. Ellos se encerraron a
hablar. A través de la puerta se escapaban hipidos ahogados de mi madre y mis
tías, ah y algún que otro susurro cuchicheado de mis tíos y de mi padre. Al terminar,
nos dijeron que aquel año no habría Navidad,”…en
honor del yayo que ya no está con nosotros”.
Aquello fue un
mazazo para mi inocente bisoñez. ¿Cómo podían decir en honor del yayo, si el
yayo era pura Navidad? Me agarré tal cabreo que les dije a mis padres, “Si no hay Navidad no merece la pena que
respiremos, eso que acabáis de decidir va a apenar mucho al yayo, y tened por
seguro que como os esté viendo desde
algún sitio os lo va a reprochar muy fuertemente”. Mis padres se quedaron estupefactos,
anonadados…, con la boca abierta, no sólo por lo que acababa de decir, sino y
yo creo que mucho más, por cómo les dije lo que dije. Estaban convencidos de
que yo no era capaz de articular más que monosílabos aislados, y… poco más.
Pero cuando estaba con mis primos, mis amigos, mi hermana o mis juguetes, mi
imaginación iba por delante de mi voz, era otro. En mi mundo de fantasía era
feliz. La Navidad para mí era pura fantasía con un personaje central, mi yayo, y
con él su árbol, las ardillas, los duendes…. Yo no podía renunciar a ese mundo
como los mayores acababan de decidir, y…,
así dije lo que dije.
Llegó la noche y con
ella el cortejo de sueños que suele acompañarla. “Pablo…. Pablo…”. Era la voz del yayo que me hablaba “…vamos holgazán levántate que tenemos mucho
que hacer…”. Entreabrí somnoliento los ojos. Su poderosa figura, de
espaldas a mí, se alejaba, bajo el quicio de la puerta, con andar lento y
pausado. Me volví a quedar dormido. No sabría decir cuánto. Más tarde, unas
manos minúsculas y suaves me tocaron la cara... De nuevo oí la voz del yayo “… vamos pequeño haragán si quieres Navidad
ayúdame a crearla, sino luego no te quejes…”
Unos seres diminutos
alzaban mi edredón arrebujándolo al pie de la cama. Otros colocaban mis
pantuflas cerca de mis pies. Dos más revoloteaban hacia mí portando mi bata de
franela. Me levanté y desperezándome avancé hacia la tenue luz que se colaba
por la puerta cerrada. Al pie del árbol
de mi padre estaba la figura encorvada del yayo. De una caja de cartón sacaba guirnaldas,
cintas, bolas y figuritas, unas de plástico, otras de cristal. Las entregaba a
unos seres diminutos que me parecieron ardillas, ¿o eran gnomos? En un
periquete el árbol quedó vestido con la alegría que hasta ese momento no tenía.
De su tronco brotaba una luz que difuminaba y realzaba la figura de mi yayo, de
cuyo corazón surgía un villancico que se expandía por todo el salón, ayudado
por las ráfagas de alegría que nacían del fuego de la chimenea. Era tal la
emoción que me embargaba que apenas pude ayudar a mi yayo a trasformar el
escuchimizado árbol de los chinos de mi padre en el verdadero árbol de Navidad.
Me senté cerca de él, en el suelo, a su espalda. Degustaba por fin el primer
momento de dicha desde que se había ido. Embelesado le miraba hacer mientras el
sueño me instalaba en los brazos de Morfeo que me arropó y meció hasta que mi
consciencia dejó de estar presente y… por fin me dormí.
Esa Navidad no dejó
de ser la Navidad. La de siempre, la que el yayo nos hacía vivir.
En la nebulosa de
mis recuerdos guardo las discusiones calladas entre mi padre y mi madre interrogándose
sobre la colocación del árbol de Navidad. “Pues
si no he sido yo ni tú tampoco…. ¿No me dirás que ha sido el niño….? Eso es
imposible”. ¡Claro que era imposible!, pero volver a recordarles una vez
más que había sido el yayo el que lo había montado, vestido y trasformado era
volver a poner en evidencia mi precaria salud mental como solían decir, “Anda déjalo, que parece que no estás bien de
la cabeza”.
Aquella noche el
árbol del yayo volvió a la vida, y con él la Navidad cobró su verdadero sentido, aquel que estuvo en un tris de
desaparecer.
NAVIDAD
2012
JOSE
ANDRES SALAZAR AGULLO
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