El ambiente no era el más propicio para celebraciones. Papá
había perdido su trabajo después de veinte años de esfuerzo y dedicación
abnegada a la empresa en la que se inició como trabajador y que les había
permitido una apreciable tranquilidad económica. A mamá le habían detectado un
bultito en un pecho y se la veía cada vez con más frecuencia con los ojos
húmedos y rojos; a pesar de ello,
siempre tenía una sonrisa en los labios y una palabra alegre que regalar. La
abuela cada vez estaba más despistada y a mí me decía “Nena”
cuando me hablaba, ya no sabía ni que yo era su nieto, y
menos aún mi nombre. El abuelo no era más que un montón cada vez más pequeño de
pieles y huesos. Yacía en su cama haciéndose pipí y caca sin parar… además de
pasarse el día tosiendo de forma desagradable. Así llevaba varios años. No
hablaba. Sólo sé que respiraba y ni sé si comía o bebía, pues no se movía de la
cama para nada.
Yo acababa de cumplir 13 años y mi hermana pequeña tenía 8.
El año próximo, decía mi madre, la tocaba hacer la comunión, aunque con lo
revoltosa que era… “…no sé yo si te dejarán…”,
le decía yo para chincharla.
Yo acudía todos los miércoles con un grupo de chaveas parecidos
a mí a la parroquia. Hablábamos de Jesús y de cómo hacer para que el mundo
fuese mejor. Nuestro catequista nos decía que éramos la sal de la tierra y que
de nosotros iba a depender el futuro del mundo. Unos días lo pasábamos mejor y
otros no tanto. Hacía varias semanas que nos preparábamos para festejar la
venida de Jesús al mundo. Íbamos montando poco a poco el pequeño Belén al pie
del altar, preparábamos canciones, hacíamos carteles, e incluso habíamos
preparado una pequeña representación. A mí este año me tocaba hacer de San
José. Claro, como era de los mayores y me había cambiado la voz…
Faltaban cuatro días para que Jesús viniese al mundo y mi
corazón andaba triste, mi ánimo compungido y la alegría no se dejaba ver por
ninguna parte, menos aún en mi cara. No me apetecía ir aquella tarde a cantar
villancicos al hogar de niños deficientes. Estaba convencido de que vendría más
hundido de lo que ya estaba. He de reconocer que una voz interior me decía “Ve con tus compañeros. Lo agradecerás”.
Mis dudas nacían de mi entorno más cercano. En casa siempre habíamos montado el
Belén y un árbol de Navidad, un tanto chusco, cierto, pero daba un puntito de
alegría al comedor de la casa. Bueno, también nos obligaba a permanecer alegres
hasta que lo retirábamos tras la venida de los Reyes Magos. Pero, lo dicho, este
año “Pintan bastos” como decía mi
padre, que supongo que lo que quería decir es que la cosa no iba bien.
A las cinco de la tarde entramos en el hogar de niños
deficientes. Olía a hospital. Habían dispuesto un árbol enorme a la entrada del
que colgaban los adornos habituales según pude apreciar a primera vista.
Tampoco me fijé mucho, la verdad sea dicha. Estaba más porque todo aquello
acabase cuanto antes y poder salir de allí corriendo. “Es un error haber venido”, me decía a mí mismo desde que salí de casa.
Conforme fuimos entrando nos llevaron a un salón de actos pequeño en donde
íbamos a representar nuestra obra de teatro… “… diez minutos escasos… ya ves tú para qué…”, y luego a cantar
unos cuantos villancicos. Los de todos los años, “…seguro que estarán hasta el moño de escucharlos...”.
Subimos al escenario y nos colocamos de la forma que habíamos
ensayado. Me acerqué hacia el principio, en donde colgaba el telón. Me asomé
sin ser visto a través del mismo. Lo que vi me dejó impresionado. Fueron apenas
unos segundos, pero lo que había del otro lado del telón me impactó. Aquél
público no era como el que acudía a vernos a la parroquia. Mucho menos aún como
los que nos aplaudían a rabiar en el escenario del colegio. Y qué decir de los asistentes
habituales que se dejan ver en los teatros, en la tele o en el cine. No, nada
de eso. Delante del escenario había varias camas. Sí, digo bien. Camas con
niños tullidos en ellas. Uno tenía los brazos sujetos por un artilugio parecido
al andamio de una obra. Otro parecía estar colgado de un soporte que sobresalía
por encima de la cabecera de la cama. Otro tenía la pierna en alto sujeta por
poleas y pesos en los extremos. Había varios niños que no tenían piernas, a
otros les faltaba un brazo, incluso los había que tenían la cabeza como si
fueran calabazas enormes de Haloween, grandes y deformes, otros babeaban sujetos
en posiciones inverosímiles en sillas de ruedas muy raras, los había que no
paraban de chillar mirando a cualquier sitio sin hacer caso a su cuidadora… eso
sí, había casi tantos cuidadores y cuidadoras como niños en aquella parte de la
sala. “Esto no puede salir bien” fue
lo último que pensé cuando empezó a hablar alguien pidiendo silencio junto a nuestro
catequista, al que daba las gracias por nuestra presencia aquella tarde allí
con aquella gente tan necesitada de nuestra alegría.
Se abrió el telón. Las piernas me temblaban. La voz no quería
aparecer, se había escondido. Miré a mis compañeros de escena, andaban más
preocupados aún que yo. Empezó a sonar la música de lata que llevábamos
preparada y la obra dio comienzo. Yo miraba de frente a aquel auditorio tan
raro pero tan especial. No sé porqué, me fijé en un cuerpo que sólo tenía una cabeza
pegada a él. Quiero decir…, que no tenía ni brazos ni piernas, sólo cuerpo y
cabeza. Me miraba fijamente. Debía de ser una chica. ¡Me miraba a mí!... Dios
mío y me sonreía. “¿Cómo podía un cuerpo
como aquel tener ganas de sonreír?”. Yo no le quitaba ojo. Ella a mí
tampoco. De repente la vi como me animaba, “¡ella
me animaba a mí!”. Me miró fijamente, cerró los ojos con fuerza mientras
agachaba la cabeza suavemente, los abrió levantando la barbilla y… me envió una
sonrisa. Yo miré a mis lados buscando el destinatario y como ella seguía con la
mirada fija en mí, me llevé la mano al pecho para preguntarle por señas si era
a mí a quien se dirigía. Cabeceó fuertemente y me regaló la sonrisa más
encantadora que nunca nadie jamás me había dirigido. Era el momento en que yo
debía empezar mi actuación… La voz apareció: clara, nítida y potente. Era tal la
seguridad que mi voz trasmitía que mis compañeros se contagiaron y empezaron a
sentirse más y más seguros con lo que la representación fue ganando en calidad
con cada intervención, a cada minuto que pasaba, de ahí hasta el final…
Los aplausos sólo eran superados en número por las lágrimas y
en calidad por la emoción que sentían aquellos niños y sus acompañantes.
Habíamos cumplido con creces el objetivo de llevar alegría a aquella gente. Lo
que vino a continuación, la sucesión de villancicos, cantos y bailes fue el
colofón perfecto al fin para el que nos habían invitado.
No acabó ahí la tarde. Habían preparado un pequeño
refrigerio, especie de merienda, en una sala adjunta. Seguramente el comedor.
Me pareció enorme. En pocos minutos estábamos todos los chaveas y catequistas
en un extremo; los niños y sus cuidadores, por el contrario, se disponían de
forma desorganizada por la enorme sala. Poco a poco se fueron acercando algunos
cuidadores. Unos venían solos, otros lo hacían empujando sillas de ruedas con
niños enfermos. Venían a regalarnos los oídos por lo bien que decían habíamos
actuado y cantado.
Andaba yo ensimismado en mis pensamientos, casi de espaldas a
la sala, cuando noté la presión de una mano, suave, sobre mi hombro. Me volví y
una cuidadora me dijo “San José, ¿te
importaría venir conmigo un momento? Alguien quiere saludarte”. Tímido y
sin saber que hacer miré a mi catequista que me dijo que fuera, es más, que no
me preocupase que no se iban sin mí, lo que levantó la hilaridad de mis
compañeros.
-Mira San José, ella es
Iluminada. Quiere conocerte y no sé si además desea reñirte pues creo que la
has hecho llorar.
Delante de mí estaba la cara más bonita que nunca antes había visto
en mi vida. O eso me pareció a primera vista. Una cara que parecía sacada de uno
de esos pósteres que se colocan en las paradas del autobús. Más aún… porque además…
estaba sonriendo. Lucía unos dientes pequeños, blancos como la nieve,
perfectamente alineados. Por delante de ellos, sus labios finos y brillantes
dibujaban una irresistible sonrisa. Y por encima de todo, aquellos ojillos pequeños y vivarachos
que no dejaban de mirarme... Muy a mi pesar, mis ojos pugnaban por no mirar las
manos y pies ausentes de aquel cuerpo. Por un lado su sonrisa me llamaba a la
delectación, por otro la mutilación de su cuerpo no me dejaba deleitarme. Así, mis
ojos iban de los suyos a su falta de manos y de su carencia de pies de nuevo a
sus ojos. La sensación tan extraña que se iba formando en mi mente hizo mostrarme
intranquilo. De pronto un sonido casi angelical que parecía salir de su boca flotó
suavemente hasta llegar a mis oídos en forma
de pregunta. “¿Te tengo que llamar
San José, o tienes un nombre?” Mi capacidad de reacción quedó a prueba en
una milésima de segundo. Cuando te presentan a alguien das la mano para
corresponder con educación, más aún si te piden que facilites tu nombre, cuando
ya conoces el suyo. “Sí perdona, ¿me
llamo Pablo?, ¿y tú?” Sin darme cuenta le pregunté por su nombre, que ya
sabía. La cuidadora me lo había dicho unos instantes antes. Sonrió, o mejor
sería decir se carcajeó delante de mi nariz de mi nervioso desliz. “Ya sé que mi nombre no es muy corriente,
pero tampoco lo es mi apariencia...” Noté como mi cara se arrebolaba
mientras el aire pugnaba por desaparecer de mis pulmones. Una invisible garra
parecía haberse prendido de mi garganta y unos brazos poderosos e inexistentes
sujetaban más mi ánimo que mis atenazados músculos. Más acostumbrada que yo a
este tipo de situación, me sacó del apuro. “Sí,
me llamo Iluminada, y como ves no tengo ni pies ni manos. Desde más arriba de los
codos y de las rodillas a la naturaleza se le terminó la materia prima y
decidió dejarme inconclusa. ¿A ti no te sobrará un brazo y una mano o una
pierna y un pie no….?” Dios mío..., ¡qué
hermosa se mostraba!..., pero cuánto daño me hacía verla como ella misma se había
definido, inconclusa. “Me llamo Pablo, y
ojalá pudiera darte lo que me pides, pero mucho me temo que no está en mi mano,
que no en mi ánimo”. Esta vez fue ella la que se sonrojó. Os juro que
todavía no sé quién puso en mi boca aquellas palabras. Sus pómulos sonrosados,
sus labios entreabiertos y los ojos brillosos le daban un aspecto… como el de esas
pinturas de angelotes colgadas en el museo del Prado. Yo sin embargo parecía el
anuncio de un flan, mis piernas temblaban y mi corazón galopaba a más de
doscientos latidos por minuto, parecía que se me iba a salir por la boca. “Me ha encantado conocerte ¿sabes?, no
siempre se tiene la oportunidad de saludar a San José en persona”. Su
sentido del humor era inversamente proporcional a la percepción sobre el grado
de tristeza que inconscientemente yo pensé que debía poseerla. “¿En serio te ha gustado?, yo pensé que
sería un rollo…, es más he venido de casualidad. Creía que lo de actuar ante
vosotros era un formulismo,…,… actuar, hacer el chorra un ratito y… a otra cosa
mariposa…”
Iluminada me dejó hablar. La alegría, no había desaparecido
de su semblante. Era imposible. Ella era alegría. Pero sí, se puso seria. Me preguntó
si podía quedarme a merendar con ella a solas. Le pidió a su cuidadora que nos
dejara y le aseguró que si necesitaba algo yo me encargaría de ayudarla. Yo no había
dicho ni que sí ni que no a quedarme. Menos aún a hacerme cargo de ella los
siguientes minutos. ¡Yo al que se le secaban hasta los cactus por no saber
cuidarlos…! Y aquella criatura decidiendo por mí, por ella y por la cuidadora... Vi alejarse a la cuidadora y el miedo empezó a atenazarme. “¿No temas nada, no voy a pegarte, ni tampoco me voy a escapar corriendo?”.
…Esa niña era una bromista impenitente… ¡Qué sentido del humor más grande!
No sé el tiempo que pasamos hablando. Cuando vine a darme
cuenta, la sala estaba casi vacía. Sólo unas cuantas camas y sillas de ruedas
con sus lisiados encima y junto a ellos sus cuidadores aprestándose a
llevárselos a donde correspondiera. Iluminada, que por cierto nació el mismo
año y mes que yo, me contó que había nacido así, “Bueno más pequeña y con apenas 3 kilos”, puntualizó. “Y no
sabes la suerte que tuve…”. Debió ver mi cara de extrañeza cuando dijo
aquello porque siguió explicándose, “Sí
hombre, una suerte tremenda. A mi madre, antes de nacer yo, le dijeron que no
se veían ni mis manos ni mis pies en la ecografía y que según la ley podía
pedir que me abortasen para no traer una criatura que era muy difícil que
sobreviviese; que si vivía lo haría con muchas dificultades, siempre
dependiendo de todos. Así que, lo mejor para todos, era… ya sabes… que
abortase… y si quería intentarlo de nuevo y traer un niño sano al mundo…”. Yo
no sabía que podemos seguir vivos sin que funcione el corazón. Mi corazón se
detuvo durante un rato…, un tiempo interminable… Me quedé en blanco. No sabía
qué decir, ni tan siquiera si estaba vivo en aquel momento… “… como si yo fuese un juguete roto que el fabricante
tiene la obligación de entregar completamente nuevo…”. Yo seguía sin
respirar oyendo aquel terrible relato que una desconocida, hasta hacía un rato,
me iba narrando. “… mi madre, una chica
de 18 años, a la que su novio había abandonado nada más enterarse de que estaba
embarazada, viviendo en casa de sus padres, mis abuelos, con los estudios por
delante, una gran concertista de piano en potencia,… Decían que era muy buena con
el piano… Así que… tuvo que dejarlo todo y muy a pesar de los médicos y de
mucha gente que decían ser sus amigos, tomó una decisión, la de dejarme nacer y
cuidarme mientras viviera”. Aliviado, di un respingo y en una reacción lo
más empática de lo que fui capaz la dije. “Menos
mal que tu madre fue valiente… me gustaría conocerla y felicitarla, porque vaya
trabajo ha hecho contigo todos estos años… me parece increíble”. “Imposible querido Pablo, mamá murió en el
parto”.
Mis pies fallaron más que mi ánimo. Tuve que sentarme. Aquella conversación
me estaba sobrepasando. Tenía la sensación de vivir en el mundo al revés. Ella
tenía el problema y yo era quien lo pasaba mal. Ella que no tenía manos me las
ofrecía para que no me cayese. Sin pies y corría al encuentro de mis emociones.
Yo la creía casi sin vida debido a su incapacidad y rebosaba vitalidad. Sin
posibilidades físicas en que apoyarse y sin embargo era mi sostén anímico y
casi físico. Me contó que al principio de nacer los abuelos empezaron a hacerse
cargo, pero no funcionó. El abuelo, fumador empedernido y el número uno
bebiendo de entre los borrachuzos de su pandilla, padecía una cirrosis
hepática y al poco de venir Iluminada al mundo se le presentó un cáncer de
pulmón, “…de los malos, según me dijo mi
abuela y… se fue con mamá…. De la abuela ni te cuento, casi se vuelve loca, cogió
la enfermedad esa que dicen…, la del alemán… sí ¿no sabes cual…? sí hombre sí,
Alzheimer…”. Yo no podía dar crédito. El colmo de la mala suerte se había
cebado en aquella chiquilla desde antes de nacer. Sin embargo algo la hacía
diferente, y no me refiero al chiste fácil y grotesco de la falta de miembros.
¡Sonreía sin cesar… transmitía paz y serenidad… era…, especial! Mi silencio le
daba alas para colmar el vacío anímico, que poco apoco me iba rellenando. Así me contó
que su madre adoptiva, a la que yo acababa de conocer sin saberlo, era la
enfermera que la cuidaba. Desde que le dieron el alta en el hospital se hizo
cargo de ella y hasta la fecha había sido sus manos, sus pies y su sostén anímico.
“… no es humana, sabes, yo sé que es un
ángel, algún día descubriré que tiene alas y todas esas cosas que nos contaban
de chiquitines sobre los ángeles, porque, si no, no sé como lo hace todos los
días…”
Han pasado casi veinticuatro horas de aquella conversación y
todavía se erizan mis vellos. Hasta ayer, yo creía que los superhombres y supermujeres
sólo existían en los cómics y en las películas. En casa no acaban de entender
mi manía de que celebremos la Navidad como es debido. Les he dicho que me
importa un rábano lo que piensen, así que, como ya estoy de vacaciones en el
colegio, he bajado al cuarto de los trastos, he desempolvado el árbol y el
Belén y he llenado toda la casa de espumillones y adornos navideños. Hasta mi
abuela empieza a estar harta de tanto villancico. ¡Ah!... y mi abuelo, que el
pobre parece un mueble viejo (¡Dios me perdone el comentario!), pues hasta él
parece que recobra algo de tono, si te fijas un poco parece que hace ademán de
moverse con el soniquete de los villancicos, y si te fijas bien puedes comprobar como el pecho se hincha y deshincha al ritmo
de alguna canción, ¡os lo prometo!. Mi madre me mira de soslayo y cabecea sin
saber qué actitud tomar. Mi padre, ha salido de casa tras la comida, cargando con su desesperación, como es costumbre últimamente. Me he pasado toda la comida contándoles
lo que esta niña me ha transmitido, que no es poco. La pesada de mi hermana
pequeña se ha pasado toda la tarde pidiéndome que le describa a la niña y
preguntando sin parar: “¿Y si no tiene
manos como come?, ¿cómo se lava la cara?, ¿cómo se limpia después de dar de
vientre?, y… sí, puede leer…, pero, ¿cómo pasa las páginas?...”. Todas esas
preguntas se las he podido responder pero ha habido una que no he sabido cómo…:
“...y si no tiene ni manos ni pies, no puede
ni tan siquiera jugar… ¿por qué dices que es tan feliz?, ¡no lo entiendo!”.
Cerca de la hora de la cena he salido de mi cuarto. Cansado
pero feliz después del cambio que he empezado a obrar en mi casa. Poner el
Belén, el árbol y todos esos adornos… es un trabajazo,… y cansa. Pero, sobre todo, lo más fatigoso está siendo tratar de levantar el ánimo a mi gente.
Llevamos tiempo sumidos en la desesperanza por mor de las desagradables
circunstancias que han ido campando en nuestro hogar, caminamos como almas en
pena, sin ilusión, por la senda de la tristeza. Mi esfuerzo parece que va dando
algo de fruto y, aunque sea por unos días, espero que nos dure por lo menos lo
que dura la Navidad, después…, ya veremos. Al salir de mi cuarto oigo a mi
madre llorar y rápidamente grito “Mamá”,
corro hacia su cuarto en la certeza de que algo malo le ha ocurrido. Allí,
sentados al borde de la cama, abrazados, mi padre y mi madre, lloran a moco
tendido. “Papá… Mamá… ¿qué ocurre…?”
Mi Madre se levanta de golpe dejando a mi padre secarse las lágrimas. Corre
hacia mí. Me abraza y empieza a reír. “Tu padre ha encontrado trabajo. Acaba de
firmar un contrato de seis meses que a lo mejor se convierte en indefinido…”
Los tres nos abrazamos y lloramos alegres. Desde el salón se oye un villancico
que ha debido de poner mi hermana pequeña en el equipo de música y que viene al
pelo “… la familia alegre está,
celebrando Nochebuena…” De repente, me suelto y digo a mi madre y a mi
padre: “Veis como yo tenía razón durante
la comida. Os dije que me daba la impresión de que todo iba a cambiar. Que el
espíritu de la Navidad tenía cabida en esta casa y que sólo era cuestión de
ponerse a buscar dentro de nosotros, como me dijo ayer Iluminada…” Y ahí me
ha cortado el discurso mi madre diciendo, “¿No
será que en vez de Iluminado…”, y mi padre ha seguido como si lo tuvieran
perfectamente ensayado “… te has
enamorado…?”, y… ¡los muy bribones se han puesto a reír a mandíbula
batiente! En fin, por esta vez pase, porque estamos en Navidad y soy consciente
de que un poco de alegría viene bien, aunque sea a mi consta. Pero os juro que mañana me iré a pasar la
mañana con Iluminada, quiero conocer como es un ángel por dentro, porque yo no
sé si su madre adoptiva lo es, como ella me dijo, pero seguro que ella lo ha de
ser y quiero empezar a buscar dónde guarda sus alas.
Navidad
2014
José
Andrés Salazar
Vaya, he escrito el comentario y no se ha incluido. Te decía que me ha gustado. El pobre Pablo, tuvo una experiencia intensisima...y para los demás solomsirve para reírse. Claro que los padres no tiene culpa. Hay ocasiones en las que uno vive experiencias importantes y siente que los demás no las valoran como uno quisiera. Por cierto...te mando un testimonio impresionante de un joven nacido sin piernas y sin brazos. Este tomado de la realidad, no de la ficción. Y, una cosa más. Te agradezco que me hayas recordado un episodio de mi infancia.ma muy corta edad, no recuerdo, pero muy corta edad, conoci a una niña con alguna deficiencia ( psíquica, creo), y me pareció preciosa. Es curioso que coincida con tu relato. Gracias, de nuevo. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias Javier por tus palabras. Entre la ficción y la realidad a veces la línea que las separa es tan delgada que estar en uno u otro lado no es relevante.
EliminarUn abrazo
http://m.youtube.com/watch?v=oxvi3lrwcmk. En este enlace veras un testimonio real parecido al de tu Iluminada. Un abrazo.
ResponderEliminarya lo conocía Javier, es impresionante el espíritu de superación de este hombre. Un abrazo
EliminarPrecioso el relato. Me a llegado dentro, hay angeles asi en la vida real sin alas, solo hay q encontrarlos.
ResponderEliminarFelicidades cuñado
En efecto la calle está plagada de ángeles, pero la mayoría de veces no sabemos verlos sino no nos muestran sus alas
ResponderEliminarSi que es verdad....! Sigue escribiendo papi. Te apoyaremos siempre!! :-)
ResponderEliminarGracias por estar ahí
ResponderEliminarCuando das algo de ti, siempre recibes el ciento por ciento sin pedirlo. Si miramos los ojos del otro, prescindiendo del envoltorio, encontraremos su corazón. Quizás la Navidad es momento de ternura, de entrega, si la vivimos como "Dios manda", pero pasados esto días no tenemos que bajar la guardia, porque siempre habrá a la vuelta de la esquina o dentro de nuestra casa quién siga necesitando del espíritu navideño. Y el Angel de la Navidad nos acompañará.
ResponderEliminarSabias palabras que sólo me queda compartir al 100%
EliminarPrecioso
ResponderEliminarPrecioso
ResponderEliminarMuchas gracias Susana. ¿Sabes que estos cuentos y unos cuantos más, 16, los publico en papel, en libro el día 16 de diciembre? Si te animas, pídeme a través de faceboock. Gracias de nuevo.Un beso
Eliminar